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Vamos al mundial

Un cuento del pasado, futuro y presente

Gonzalo Cano Roncagliolo

Publicado: 2017-11-23

Su hija quería quedarse de todas maneras despierta para ver el partido con ambos. Él prefería no ver el partido con nadie para verlo en la comodidad de su casa y no tener que hacer conversación y sólo mirarlo. El partido de ida del repechaje no había sido bueno y había peligro de no clasificar. Como siempre. Pero había superioridad y había equipo. Como nunca. Quizás se rompería la maldición. Como todas las que se habían roto en los últimos meses. Sólo faltaba esta última. Perú se atrevía, era capaz de golpear, de buscar, de crear, de atacar. Ya no iba nervioso a cuidarse de no equivocarse. Iba a intentar hacer algo, consciente de que no eran equipo grande, pero concentrados en jugar, no en evitar equivocarse. En el partido de ida ambas se habían quedado dormidas antes de que empezara. Pero para éste era evidente que no dormirían. Tendría compañía. No importaba que no fueran fanáticas del fútbol. Qué mejor que compartir esa pena repetida o una alegría nunca experimentada con las personas que más quería en el mundo. Le hubiera gustado despertar a sus dos hijos más chicos para que vieran también el partido. Pero eran muy pequeños. 

Every one considered him the coward of the county

He’d never stood one single time to prove the county wrong

Tenía cinco años, casi para cumplir seis. Mi viejo, joven aún, miraba atentamente el pequeño televisor a colores. Estábamos en la sala de la Mamina, la mamá de mi Mamá, donde vivíamos en ese momento. Era la tercera casa en la que vivía, éramos medio gitanos. Habíamos acomodado la tele en el medio de la sala para sentarnos cómodos en el sillón blanco de la abuela, el que no se podía usar porque era de algún antepasado y tenía siglos de historia entre sus resortes. Como fondo teníamos la chimenea que servía de pesebre para navidad. Y sobre la chimenea, el árbol genealógico que nos emparentaba con la nobleza española y con un presidente de la República. El arbolito por el que peleaba toda la familia. Todos lo querían, pero supongo que todos lo odiaban también. Porque no éramos descendientes totalmente legítimos. Era horrible el arbolito.

Promise me son not to do the things I’ve done

Walk away from trouble if you can

Todo fue tensión hasta el gol de Farfán: ¡Golazo mierdaaaaaaaaa! Así fue el grito. No sabía si había gritado él o su esposa. Su hija no había sido. Ella no decía lisuras. Las escuchaba todo el tiempo pero nunca las decía. Algún día las usaría. Pero no ahora. No se atrevía. Y mientras celebraban con abrazos y saltos por el cuarto, se acordó de su padre. Y del gol de La Rosa contra Polonia. Un gol pírrico. Este gol era de victoria. Sus hijos empezaban su vida con Perú en un mundial. Él la había empezado con Perú yéndose. Su viejo estaría feliz. Sintió que volvía a estar en el carro conversando con él y pidiéndole para ir al mundial a ver a la selección. Pero no estaba con él. Aunque siempre lo llevaba dentro. Siempre conversaba con él, en el carro, cuando escuchaba música, cuando escuchaba las mismas canciones que escuchaban juntos en el carro beige, especialmente The Coward of the County, de Kenny Rogers.

Ahí estábamos, ambos, sentados, atentos, cada uno a lo que le importaba. Mi viejo viendo cómo Polonia nos metía goles y sufriendo. Yo mirando a mi viejo sufrir y sufriendo porque quería verlo contento. Recomendaba cambios, estrategia, puteaba al árbitro, a los jugadores. No recuerdo ni los nombres. El arquero era quien más insultos recibía. La angustia era terrible. No habíamos ganado nada en ese mundial y nuestra oportunidad era con Polonia, que nos estaba reventando. Italia, que luego sería campeona del mundo, no nos había podido ganar. Mi Mamá le iba a Italia, se suponía que éramos descendientes de italianos también, y también de manera no legítima. Quizás declararme hincha de Italia hubiera sido una buena movida a esa edad. Pero no, me quedé con mi viejo, el peruano. Nos despedíamos del mundial. Ninguno lo sabía en ése momento, pero sería por treinta y seis años. Mi viejo no volvería a ver a Perú en un mundial. Pero nunca dejó de quererlo. Yo mantuve la fe y luego del mundial de Estados Unidos, no volví a interesarme mucho por el fútbol, hasta la eliminatoria para Francia, que tampoco logramos. Luego caí en el cinismo y burla. Hasta que este fui sorprendido para Rusia.

I hope you´re old enough to understand

Son, you don’t have to fight to be a man

Una semana después, subiendo al carro para llevar a su hija al colegio, mientras seguían su rutina de escoger una banda para escuchar en el camino y que él le contara la historia de los integrantes o la hiciera escuchar algún instrumento específico o contarle la historia de la canción o el recuerdo que esta canción le traía, decidió ponerle la canción. Como la chiquilla sabía inglés, mejor que él probablemente, le buscó la letra en el celular y se la dio para que la leyera mientras sonaban los acordes y la dulce voz de Rogers. Fueron en silencio. Él cantaba a viva voz, su hija leía la letra. El corazón se le arrugó con una parte de la letra y se activó la máquina del tiempo de recuerdos con su Padre. Él había evitado meterse en problemas en la vida, como aconsejaba el padre de la canción a su hijo. Y eso mismo deseaba para sus pequeños. Se bajaron del carro y fueron conversando de la historia que cantaba la canción: un joven era considerado el cobarde del pueblo hasta que defendió de los abusivos que lo molestaban a la chica que lo amaba y a quien él amaba, en cuyos brazos no sentía que tenía que probar que era un hombre. Mientras se acercaban a la puerta del colegio y empezaba la despedida de todos los días, le dijo a su hija, comentando las palabras del padre: “Es mejor no meterse en problemas. Todos los padres queremos eso para nuestros hijos, que no cometan los mismos errores que cometimos nosotros. Pero, igual, todos cometemos algunos errores en la vida”. La niña lo miró para darle su beso con sus ojitos verdes y su cara idéntica a la de su madre. Le dio un beso, recibió el suyo y le dijo, como todas las mañanas con su voz casi inaudible: “Chao, Papi”. Y emprendió el camino hacia el interior del colegio. Pero antes de entrar, volvió donde él y le preguntó: “Papi, ¿podemos ir al Mundial?”. Ya lo hablarían después, era muy caro, seguro no irían. “Ya conversamos, Chiqui, te quiero mucho”. Y entró al colegio.

I promised you, Dad, not to do the things you’ve done

I walk away from trouble when I can

Faltando unos minutos para terminar el partido, mi viejo se paró y me dijo que nos íbamos a caminar. Supongo que estaba tan molesto que necesitaba botar la energía por las calles vacías. Seguro todos estaban viendo la goleada en contra. Caminábamos por la avenida Petit Thouars, hacia Javier Prado, y de una casa unos muchachos sacaban un ropero evidentemente pesado. Mi viejo me dijo que esos chicos eran inteligentes, que habían usado su tiempo para hacer algo útil en lugar de mirar a la selección. Yo caminaba callado, en silencio, ajustando el paso a su acelerada cadencia. Al pasar frente a la casa, les gritó: “!Deberían meter ahí a la selección y enterrarla!” Y eso fue lo que pasó. Estuvimos enterrados por treinta y seis años. Mi viejo nunca dejó de seguir las eliminatorias y los torneos peruanos. Pero no volvimos a llegar a un mundial. Como si los hubiera maldecido.

Ése año viajamos a Huancayo durante las vacaciones de medio año. Fuimos en el carro beige, mi favorito, el que despedí con lágrimas cuando lo vendieron y en el que habíamos descubierto miles de recuerdos entre los asientos mientras lo limpiábamos con mi Mamá el día anterior a la entrega: carritos, muñecos, caramelos, papeles del peaje, palitos de chupetes, entre otras cosas. Regresamos de Huancayo a Lima escuchando la final, Alemania contra Italia. Los orígenes maternos podían llegar al trono del mundo. Los peruanos sólo podíamos verlo o escucharlo a distancia. No estábamos invitados. Ganó Italia. Empataba a Brasil en cantidad de torneos mundiales. Al Brasil de Pelé, el mejor equipo de la historia. La selección de la que más hablaba mi Papá, después de la de Perú. En ese carro, y quizás en otros también, tuve las mejores conversaciones con mi Papá. Él siempre contaba historias, su historia, su infancia, su niñez en Arequipa, que le decía tío a mi abuelo porque no vivían juntos, que lo hacía boxear y que él odiaba eso, su sensación de ser un serranito que había llegado a Lima y no se ubicaba, los mundiales que había visto y los que había escuchado por radio, el Perú del señor Velasco, a quien él odiaba rabiosamente, su vida universitaria y cómo había coimeado al jurado aprista para que fueran a escuchar su sustentación en una universidad estatal, los cambios de colegio, sus partidos de fútbol en el colegio italiano en el que estudió algunos años en Lima y su talento futbolístico, su truncada fuga en el viaje de promoción para quedarse en Estados Unidos y no volver a Perú, sus consejos sobre enamoradas, la música country que escuchaba y que cantaba en un idioma que aún sigue siendo desconocido porque nunca habló inglés y que nunca corregí conforme fui aprendiendo inglés, su renuncia a trabajar para el estado cuando el Apra asumió el gobierno. Podría decir que nuestra relación se afianzó estando con él viendo partidos y de copiloto en el carro.

Una hora más tarde, llevando a su hijo al Nido, el pequeño pidió pasarse al asiento delantero. Se suponía que estaba prohibido, pero eran unos cinco minutos y decidió dejarlo y no contarle a su mujer. Sería un ratito, lo que tardaba una de las canciones que les gustaba cantar juntos y que repetían todas las mañanas como ritual. En el idioma del niño, que consistía en repetir los sonidos que le parecía que hacía el cantante. Él trataba de sacar la letra, pero no podía hacerlo por completo, y el chico había aprendido algunas palabras completas en inglés, pero el resto seguía en esta especie de esperanto que habían logrado armar para cantar juntos la canción. Era uno de los momentos más importantes de su día. Esos pequeños minutos lo hacían vivir. No era que tuviera una vida desagradable, para nada. Pero recibía una marea de energía mientras cantaban. Dejarlo en el nido se hacía largo. Como todo niño, el pequeñín no se quería despedir. Pero en realidad el que tenía problemas para dejarlo era él. Muchas veces se encontraba llorando camino al trabajo extrañando al pequeño. Igual a como le pasaba con la mayor, cuando también la dejaba en el colegio y la veía necesitarlo menos para irse.

Se pasó al asiento de adelante y puso la mano en la palanca del freno de mano. Puso su mano sobre la de su hijo y sintió que estaba de nuevo en el asiento del copiloto, con su viejo. Era como ir y venir, de un asiento a otro. Por instantes era un pequeño y por instantes era su padre. No sabía qué pasaba. El chiquitín lo miraba con sus grandes ojos marrones y sonreía. Había sobrecargado la máquina del tiempo. Pero la máquina estaba loca. Iba y venía, pasado y presente, presente y futuro, pasado y futuro. No paraba. El niño lo miró fijamente y le dijo: “Tú eres mi amigo”. Y la máquina se detuvo en el presente.

And, Papa, I sure hope you understand

Sometimes you gotta fight when you’re a man

*Letra tomada de la canción “The Coward of the County” de Kenny Rogers


Escrito por

Gonzalo Cano Roncagliolo

Quise ser escritor toda mi vida. Luego de dar muchas vueltas por la vida, me atrevo a escribir.


Publicado en

Dibanaciones

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