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Mi primera triatlón (larga)

Un recuerdo de mi primera experiencia corriendo un "medio Ironman"

Publicado: 2020-06-09

Hace once años decidí involucrarme en este deporte llamado Triatlón. Empecé a entrenar caminando y llegué a correr la primera carrera para la que me preparé, usando unos libros y mi propio criterio: 1.9 kms. de natación en mar abierto, 90 kms. en bicicleta de ruta y 21 kms. de carrera. La terminé en poco menos de 7 horas. Cometí todos los errores que no se deben cometer, tanto en la preparación, como el día de la carrera. 

Pero no les quiero contar esto para que me aplaudan por lo corrido. Sino porque me parecieron muy interesantes y divertidas las emociones, pensamientos y recursos psicológicos que utilicé para mantenerme en la competencia y no abandonar por el cansancio que me acometió.

La natación es lo más fácil. No es mi deporte fuerte. Pero como es lo primero, es una actividad fresca (estás en el agua fría) y es la más corta, se te hace fácil. Más si te gusta estar en el mar, como a mí. Así que durante estos primeros treinta y tantos minutos la pasas muy bien. Lo único que fastidia son los que te tocan los pies mientras nadas o los pies que te patean las manos cuando alcanzas a alguno. Pero no es nada del otro mundo. Al principio es un poco desesperante la cantidad de gente por todos lados y la dificultad para mantener una dirección recta hacia las bollas que marcan la vuelta a la playa. Pero esta parte es la más tranquila. Salí chino de risa y muy contento. Al salir, sientes que has acabado la tercera parte de la carrera. Pero es mentira, es un sentimiento no más. Aún falta mucho más de la tercera parte y las dos disciplinas más complicadas.

Luego viene la cambiada. Sacar el wetsuit, poner el casco, guantes, zapatillas de bicicleta y a montar. Tres vueltas de 30 kms. cada una. Primera vuelta, feliz. Segunda vuelta, no tan feliz, pero contento. Aún sonreía cuando pasaba por los checkpoints y para las fotos que mi esposa y unos amigos tomaban. Aún no valoraba el aliento que me daban cada vez que pasaba. Tercera vuelta. No dejaba de pasarme gente. Pensaba por dentro, a estos los alcanzo fijo en la carrera, es mi deporte fuerte. Ya van a ver. Pedaleen no más, que luego los paso. La tercera vuelta parecieron diez. El viento cambiaba en cada vuelta, así que las bajadas con viento a favor no eran siempre las mismas. Y las subidas con viento en contra no eran tampoco las mismas. El viento lateral era el más bravo. En la tercera vuelta parecía que tenía el viento en contra todo el tiempo. No llegué jamás a la velocidad a la que había hecho las otras tres vueltas. Como en la mitad, empezó el dolor en los muslos. La cagada. Ahora me vienen los calambres y tengo que abandonar. Y me faltan 21 kms de carrera. ¡No! ¡No puedo haber entrenado para no poder terminar la carrera! ¡Y la carrera es mi fuerte! ¡Ahí debería recuperar! Vamos, vamos. Ya me gritaba a mí mismo palabras alentadoras. Me seguía pasando gente. No es que me pasaban muchos, pero cada uno que me pasaba me hacía dudar de mis piernas. ¡Tú puedes! ¡Dale, dale! En esta vuelta empecé a darme cuenta del valor del aliento. Había menos gente en los checkpoints, el sol estaba más fuerte. Pero la gente alentaba fuerte, especialmente mi esposa y amigos. La verdad que los empezaba a exrañar cada vez que los pasaba. Eran los únicos que podían percibir por qué estaba pasando, y un poco de empatía en esos momentos se hace muy importante, aunque sean sólo miradas. Con todo, terminé la bicicleta. Las piernas estaban vivas, temblorosas, pero sin calambres. 

Zona de transición. Colgar la bici, sacar casco, guantes, zapatillas. Poner zapatillas para correr, cinturón con botellitas de hidratante y a correr. Miré el reloj, me di cuenta que aún estaba a tiempo para hacer un buen tiempo. La carrera es la mía, pensé. Ahora viene lo bueno. Me van a ver el polvo. Tres vueltas de siete kilómetros. Pasé por donde estaban mis hinchas. Palabras lindas de aliento y tratando de tranquilizarme. Gracias, gente. Los quiero mucho. Primera vuelta, ¡vamos Chato! Pasaron mis suegros con mi hija en su carro. Me la sacaron por la ventana. Recontra power. Pasé a diez personas en la primera vuelta. La hice hecho una bala. Quedaban catorce kilómetros. Plátano al terminar la primera vuelta. Agüita en la cabeza. Hidratante. Vi a mi esposa esperando parada en una camioneta que no era nuestra. ¡Vamos Gordo! Vamos, vamos, me dije, otra vuelta a esa velocidad. Vamos, vamos. Ahora los paso a todos los cleteritos. A la mitad de esa vuelta las piernas empezaron a doler de nuevo. Muslos duros, pantorrilas y soleos a punto de acalambrarse. Las rodillas ya no aguantaban más impactos. Empecé a desesperarme. En un momento quise llorar. Me empezó a pasar gente de nuevo. Mi ritmo bajaba y bajaba. Pero me decía que no podía parar. Queda la mitad de esta vuelta para ver a mi barra y tener un “boost” de ánimo. ¿Pero qué hago en los siguientes tres y medio kilómetros? Nada pude hacer. La carrera tenía desierto a un lado y a otro. Me seguían pasando. Mierda, mierda, ¡vamos Chato! ¡Dale, dale! ¡Fuerza, fuerza! Llegué. Otro platanito empezando la tercera vuelta. Ahí estaba mi barra. Mis pasos eran mínimos. ¡Vamos Gordo! ¡Vamos Gonza! ¡Vas bien! El resto de gente también alentaba. Todos alentaban. Me seguían pasando. Ya me habían pasado más personas de las que yo había pasado. Ya no me importaba hacer un tiempo específico, había que acabar este suplicio. Las piernas no respondían. Esta vuelta era por mi esposa y mi hijita. ¡No puedo no terminar! Vamos, vamos. Recordé el día que conocí a mi esposa. El día que me di cuenta que me gustaba. El día que la pedí en matrimonio. El día que me contó que estaba embarazada. Viajes. Engreimientos. El día que nació mi hija. La carita de mi hija. ¡Vamos Chato! Recordé mi vida entera. Mi adolescencia, mis problemas personales, las cosas que hago bien y las que hago mal y las que hago más o menos. Todo. Todo pasó por mi mente. Como si me estuviera muriendo. Terminé la primera mitad. Ya no falta nada. No puedo parar. Paré. Caminé un rato. Llegué al checkpoint de la mitad de esta última vuelta. Un voluntario muy buena gente me preguntó qué me pasaba. No podía hablar. Tranquilo, me dijo. Me puso hielo en el cuello. Me tiró agua en la cabeza. ¡Vamos! ¡Ya estás en la mitad de tu tercera vuelta! ¡Ya no te falta nada! Caminaba a mi lado mientras yo "corría". Esta parte era la más fea. Toda en carretera, con desiertos a ambos lados y no se veía la meta por un muro blanco gigante que cortaba la visión. Ya nada importaba. Decidí no mirar para adelante. Sólo voy a correr, me dije. Bajé el gorro. Miré el suelo. A correr. Ritmo muy lento, casi caminata rápida. Vamos, vamos. La cagada. El piso tiene marcados las distancias cada cincuenta metros. ¿Quién ha sido el imbécil que se ha tirado esta chamba, carajo! ¡Huevón de mierda! Me cagó. Empecé a correr con los ojos cerrados. Dale, dale. Se me hizo eterna. Di la vuelta para entrar a la alfombra azul que te llevaba a la meta. Escuché los gritos de una meta casi sin gente. Pude subir el ritmo. Se acabó, se acabó, vamos chato, ya estás, dale, dale, con esta terminas el año, dale, ahora vas a comer rico, estar con tu esposa, con tu hija, a dormir, dale, dale. Finalmente, terminé. No recuerdo los diez primeros minutos luego de cruzar la meta. Pero terminé. Una gran experiencia. Quedé muy contento, cansado y agradecido a los barristas. Abrazos, besos, cargué a mi hija. Fui a buscar al amigo con el que había entrenado, felicitaciones mutuas. Linda carrera. Luego vinieron todas las demás que, les prometo, son puro vacilón.


Escrito por

Gonzalo Cano Roncagliolo

Quise ser escritor toda mi vida. Luego de dar muchas vueltas por la vida, me atrevo a escribir.


Publicado en

Dibanaciones

Un blog de Gonzalo Cano