¿Cómo escribir una novela? (y demorarse muchos años)
Una cronología/catarsis del proceso
1995 a 1999
Un marginal. Eso siempre me dijeron que era. Y no me molestaba, me daba orgullo. No pertenecer a nada y estar a la distancia siempre fue mi firma. Bueno o malo, no sé. “Outsider” me decían, mi nombre de bautizo.
Mientras me involucraba más, no entendía cómo si lo que se quería era salvar a la mayor cantidad de almas, todas las que no pertenecieran fueran depositarias de tanto desprecio y malos deseos. Éramos los escogidos para incendiar el mundo y sembrarlo de nuevo.
Recibí cursos. Un taller bizarro, que nos dictó el Infantil, fue lo más raro de ése año. Curso inédito que le fue dictado, según dijo, por el Cachetón, que apuntaba a investigar la vida sexual de nuestros futuros reclutas para contarla a nuestros superiores. Con ejemplos de santos, que en sus éxtasis místicos eyaculaban o tenían orgasmos. Ninguno de los presentes me ha dicho que se acuerda. Yo no puedo olvidarlo.
Luego en el sur. Casi tres años. Escribí una autobiografía, como un primer psicoanálisis. Podría decir que aquí empecé a escribir la novela, escribiendo sobre mí.
El primer año fue simpático. Ya no habían los golpes ni los maltratos de los que se hablaban. Uno que otro exceso, más gracioso que severo, pero nada que no pudiera salir de la imaginación de un grupo de adolescentes jugando a ser hombres. Para el segundo año llegó la reedición de los abusos de los que todo el mundo habla. El Oriental como superior logró, verbalmente, superar toda historia de insultos, vejaciones, humillaciones y burlas de las que se había escuchado. De torcer el alma primero rompiendo el cuerpo, pasaron a romper el alma directamente. Hasta sus ayudantes en la formación le temían.
Un buen día, harto, aburrido y próximo a mudarme a vivir a la casa del Cachetón, a quien le temía visceralmente, me escapé. Volví a la casa de mis padres. Y volví a mi vida, aún poseído por ellos, pero en remisión. Y empecé a pensar desde fuera.
2000 a 2010
En el año en que cambió el siglo, mientras todos se asustaban por el problema de las computadoras, yo me enteraba que el Infantil, mi reclutador, era un pedófilo serial. Y que las víctimas eran muchas más de las que yo conocía. Su encierro en el sur, que yo había presenciado (y atendido), no era para una renovación espiritual. Era para ocultarlo… y controlarlo. Eso me confesó el Barbón, a quien fui a reclamarle el mismo día que me enteré de los abusos. Me explicó que era un caso aislado, que había traicionado la confianza, pero que estaba controlado y que él no lo dejaría libre, a diferencia del Cachetón, que quería desaparecerlo. Y me la creí. Seguí trabajando con ellos, por necesidad, para pagar mi universidad. Cuando murió el Barbón, el Infantil desapareció inmediatamente.
Decidí dedicarme por entero a estudiar mi carrera, pero estudié Psicología Educacional, un pedido del fallecido Barbón, a quien aún respetaba. Yo quería ser clínico. Tuve que dejar de trabajar con ellos para estudiar. Y conocí a mi esposa, a quien le debo no haber atracado un solo intento de “convertirla”. Yo soy el que siempre se confunde, ella nunca, siempre tiene todo claro.
Por este tiempo hice mi “teoría de los anillos”. En mis noches de insomnio, no podía dejar de pensar en las víctimas. Y en cómo todo esto pasaba desapercibido. En el primer círculo estaba el núcleo central: todos abusadores de varios tipos, deseosos de poder y de gente que los atendiera, financiara y protegiera. No serían más de diez o quince. El segundo círculo, el “menú”, estaría conformado por los que estaban dispuestos a todo por entrar al primero o por aquellos a los que los dirigentes querían meterlos a toda costa para repartírselos como mercancía. Deberían ser unos treinta más. Finalmente, el tercer anillo, el de la fachada: todos los que le servían para parecer fieles verdaderos, los que sí se movían por ideales verdaderos y que tenían experiencias religiosas reales. Varios miles conformaban esta masa, a la que llamaban “el movimiento”. Para los líderes, una manada de gente corriente.
Esta teoría se la comenté al Arequipeño, un gran amigo, miembro y crítico. Y las denunciaba, y las denuncia. Un valiente, un verdadero cristiano. Estuve trabajando tres años yendo y viniendo a Arequipa y en todas esas jornadas nos íbamos por unas cervezas y a comer algo. Ahí sentí que alguien veía las cosas como yo. Y supe, por él, que no era el único. La institución no era cristiana, para nada. Él me aclaró eso.
Por estos años hice un primer blog y ahí mis primeros escritos con afán de crear personajes. Creé tres personajes: una chica muy nerviosa de ir al psicólogo, que hablaba en primera persona sobre sus miedos; un tipo descontento, que también iba a terapia pero a renegar y que se narraba entre diálogos y segunda persona; y un terapeuta, que reflexionaba sobre distintos temas que se encontraba en su vida cotidiana. No fueron muchos escritos, pero fueron suficientes para que algunos me escribieran haciendo recomendaciones, encariñándose con algunos personajes o detestando algunas cosas de uno u otro. Generaron emociones. Y pensé en quizás escribir una novela usando tres personajes, que entre ellos contaran una cuarta historia, tejiéndola juntos. El cuento “En el Bosque” de Akutagawa junto con “La Insignia” de Ribeyro me fueron metiendo en la cabeza la manera de contar y aquello que podría contar.
2010 a 2015
El Infantil me invitó a ser su amigo en una red social. Lo había relegado lejos de mi conciencia. No podía creer que este tipo me invitara después de las cosas que yo decía y había escrito. Entré a su perfil. ¡Tenía un hijo! No sólo la había librado, sino que vivía en Chicago, estaba casado y se estaba reproduciendo. Y ahí nació mi primer personaje: el Hijo, que debería conocer algún día la historia de su padre. Me tomé el trabajo de escribir un mensaje para enviar por la red social a todos los contactos que tenía en común con este tipo, que eran varias decenas de personas. En el mensaje, advertía de quién era este tipo, cuáles sus fechorías y que cuidaran a sus hijos de su cercanía con él. Recibí silencio de la mayoría, negación de varios, insultos de unos pocos y agradecimiento de la minoría por la advertencia.
Una tía, a quien llamaré la Chocolatera, me había hecho varios comentarios sobre los personajes de mi blog. Como es una persona sincera y buena, y del mundo editorial, me animé a conversarle sobre mi idea de hacer una novela sobre la institución, contada desde tres personajes, con experiencias distintas: una negativa, una culposa y una de locura. Y me dijo que le parecía que había una historia novelable. Así que empecé. Escribí los primeros tres capítulos, con tres personajes (El Padre, El Hijo y el Espíritu), luego llegamos al sexto y al noveno alternando a los mismos personajes. Yo no lograba vislumbrar un final y fui dejando que los personajes fluyeran. Escribía máximo dos veces a la semana, una hora cada vez. Y finalmente abandoné la novela por primera vez, sin terminarla. La Chocolatera me dijo que la terminara y me pusiera a buscar editorial, que sacara todo pronto.
Laberinto, una amiga que había sido también miembro del grupo, me pasó un texto de un psicoanalista que había pertenecido a un culto yóguico y que narraba su experiencia ahí. Parecía un calco de lo que yo había vivido. Y por primera vez me permití pensar que había estado en una secta. Luego me compré el libro sobre sectas que estaba más citado en ése artículo. Había ejemplos políticos, redes de mercadeo, gnósticos, deportivos, etc. Todos con contenidos distintos, pero con mentalidades idénticas. Me dediqué unos meses a hacer un texto igual al que me había mandado, testimonial, sobre mis distintas entradas y salidas al grupo, desde la perspectiva de cómo se habían apropiado de mi mente y cómo mi mente había (o estaba en proceso) de desprenderse. Ése texto fue la segunda base para el Espíritu. Y también fue la base de mi testimonio para el libro sobre el grupo al que había pertenecido, escrito por el Periodista y publicado como Mitad Monjes, Mitad Soldados. Mi nombre es Felipe en ése libro.
Por esos años, salió a la luz que el Barbón, el único bastión de normalidad en la dirección del anillo central, candidato a santo, era un abusador. Y todo empezó a podrirse. Entré en una fuerte crisis personal y no retomé la novela ése año. Me dediqué a procesar todo lo que pasaba por mi mente. Que no era poco.
Entré a una Maestría en Psicoanálisis. Aprovechando que era profesor y tenía descuento, y que ya era tiempo de estudiar algo distinto (me había formado como psicoterapeuta cognitivo y como psicoterapeuta humanista/existencial). Lo decidí por recomendación de mis amigos Samara y Carslo, compañeros de consultorio y con quienes me une una ya muy larga amistad y confianza. Ya no había ningún reparo a seguir expandiendo mis horizontes.
Antes de empezar clases, fui a un viaje a Chile para un concierto. En el aeropuerto de regreso compré un libro sobre el Mexicano y otro sobre el Chileno. Los compré por impulso, sólo los conocía por las noticias. Ahí empecé a enterarme quiénes eran estos clones, junto con el Cachetón, la trilogía malévola latinoamericana, unos lobos rapaces.
Al día siguiente de mi vuelta, mi padre murió repentinamente. Como medio para sobrevivir a esa situación me propuse construir una biblioteca para una casa de niños huérfanos, en su honor. Y esa campaña fue mi dedicación todo ese año. La novela volvió a dormir.
En la primera clase a la que logré ir en la maestría, sobre cultura y Psicoanálisis, el Profesor nos contó sobre la reunión de demonios de la que trata el primer capítulo del Paraíso Perdido de Milton. Y pensé en los malos del Perú en el que yo había vivido y en hacer mi tesis sobre ellos: Caballo Loco, el Chino y los dos Cachetones (el terruco y el de la secta a la que yo había pertenecido). Fui con mi proyecto, pero me dijeron que era mucho para una tesis de maestría, que la dejara para el doctorado, que escogiera uno solamente. Y me puse a investigar sobre el Cachetón religioso y grupos parecidos en mi país. Leyendo, vi que el Mexicano era un ejemplo más amplio como para estudiarlo. El Cachetón y el Chileno eran “mantequilla” al lado del Mexicano. Así que me dediqué a eso. En paralelo, mientras leía, empecé un segundo blog, donde escribía algunas cosas que iba pensando y estudiando.
Para el segundo año de la Maestría, retomé la novela, con nuevas historias de mis nuevas lecturas sobre los trillizos. Hice mi tesis sobre el Mexicano, y salió bien. Y me recomendaron publicarla, cosa que sucederá pronto, pero sobre los trillizos juntos.
Cuando leí la Saga Millenium, casi que sin querer, Lisbeth Salander me dio un deseo para el Espíritu: venganza. Borré todo un personaje y lo volví a escribir. El Espíritu sería un vengador, un vengador contra las decepciones.
Un amigo, Charleston, volvió de USA. Tuvimos varias conversaciones. A él terminé contándole que tenía esta novela en ciernes y que no la lograba terminar. Fue él quien me animó a terminarla por primera vez. Pusimos una fecha y la cerré por primera vez, aún no convencido de que estaba terminada.
2015 a 2020
Le cambié el primer final. No me gustaba. Y lo cambié una vez más. Se lo di a varios amigos para que la leyeran y escuchar sus comentarios. Unos leyeron, otros no. Pero me ayudó saber, de distintos tipos de lectores, algunas opiniones. Le pude dar vuelta a los capítulos un par de veces más. Me puse a buscar contactos editoriales, logré conversar con una persona de una editorial, pero luego no me respondió el teléfono más. Luego otra, y así. No soy de insistir. Y finalmente la dejé durmiendo de nuevo.
Hasta noviembre del año pasado, en una conversación con el Periodista, que sí había leído la novela. Él me animó a autopublicarla y a ver la manera de sacarla lo antes posible del sueño. Así que me animé a escribirle un nuevo final, que esta vez sí me gustó, y empecé a aprender sobre el mundo literario y sus vampiros.
Finalmente, sale pronto a la luz.
Como buen Outsider, publico por mi cuenta.