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Los astronautas

Un cuento post COVID

Publicado: 2020-09-24

No los reconocí cuando llegaron. Gorro, capucha, lentes de sol, mascarilla, visor, casacas y guantes. Mientras se acercaban logré ver que cargaban balones de oxígeno. A unos cincuenta metros de distancia, mientras agitaba los brazos para saludarlos, se detuvieron. Sacaron de sus bolsillos unos trajes blancos y se los empezaron a poner. Parecía que iban a viajar por el espacio. Una vez vestidos, se rociaron quién sabe qué. Luego de las abluciones, se acercaron hasta estar a unos pocos metros y se volvieron a detener cuando yo intenté acercarme. Estiraron el brazo como policías y obedecí su orden. Sus voces me sonaban familiares. Yo estaba con polo y pantalón corto. Con mascarilla, claro. Pero ante ellos, estaba totalmente calato e irradiando infección. 

Mientras intentábamos conversar, fantaseé con su piel: color muerto. La sonrisa que se apropió de mi rostro al verlos desapareció a la tercera vez que les pedí que repitieran lo dicho porque no los escuchaba. Parecía una mala broma. De la ilusión a la rabia. ¿Alguien se estaba haciendo pasar por ellos? Los amigos no le temen a uno. No se esconden. El tiempo pasaba y aumentaba mi cólera. ¿Y si les saltaba encima y les arrancaba el ridículo disfraz? Si no fuera porque eran de distintos tamaños, ni siquiera podría reconocer quién era él y quién ella.

El proceso de vacunación era lento y seguíamos esperando. Empezó con las fuerzas militares y policiales. Luego los médicos y las personas mayores. El siguiente turno sería para los niños. Finalmente, nosotros, los que teníamos media vida por delante. Ya todo estaba terminando. No para ellos. Dentro de su mente, siempre estuvieron corriendo el mayor riesgo. Y sobrevivieron a sus fantasías. Eran enemigos de un agresor omnipresente, omnipotente e inevitable. Estaban en guerra y la iban a ganar.

Durante los quince minutos que estuvimos cerca los sentí cada vez más lejos. Habíamos guardado cuarentena en la misma residencial, a escasos metros entre nuestras casas. Nunca salieron. Sólo los vi en sus ventanas durante mis caminatas matutinas, como sombras con mascarillas, sintiéndome juzgado cada vez que pasaba frente a su casa.

- ¿Cómo están?-intenté hablarles por última vez, gritando para que el sonido penetrara las capas de tela que separaban sus oídos de la realidad. Era probable que tuvieran tapones también.

- Jodidos -contestaron a una sola voz.

- ¿Tienen frío? -pregunté, tratando de hacer una broma.

- Mucho -me respondieron, quitándole toda posibilidad de broma a mi pregunta.

- …

- ¿Tu mascarilla? -me preguntaron, empezando el juicio.

- Acá en mi bolsillo.

- Tienes que ponértela -me urgieron.

- Sólo quedamos nosotros acá, los que se han ido y han vuelto ya están vacunados. Estamos en un jardín y con una distancia mayor a la recomendada. No hemos salido. No nos vamos a contagiar.

- Sí, pero puedes contagiar, tú no te has vacunado. El virus está en el aire también -dijo ella.

- Alguien puede haber traído el virus -dijo él, dando un paso más hacia atrás y moviendo la cabeza hacia los lados alerta a posibles contagios.

- Estamos en un parque y estamos a más de tres metros -les dije, elevando la voz porque estaban cada vez más lejos.

- ¡Nosotros podríamos contagiarte también!

- ¿Es broma? ¿Ustedes? -a mí me daba risa, pero detrás de sus disfraces protectores, no pude saber si era broma o lo decían en serio.

- Igual, deberíamos usar mascarilla incluso después de ser vacunados. Hasta que todo el país ya esté vacunado -gritó ella desde detrás de él.

- Hasta que todo el planeta lo esté -corrigió él.

- No los entiendo -les dije, y se alejaron otro paso.

- Allá tú, ¡vas a morirte si no te cuidas! -sentenciaron a coro mientras se daban media vuelta para irse.

Me sentí más solo y triste que nunca. La enfermedad no nos había alcanzado, pero a ellos los había transformado. Cuando finalmente me fui a vacunar, su auto era el último que quedaba. Me mudé con mis hermanos, todos a la casa de mi madre. Para pasar una temporada juntos y recuperar lo perdido.

No volví a la residencial en muchas semanas. Pensar en ella era recordar el encierro. Vendí la casa. Cuando fui a entregarla a los nuevos dueños, vi que el auto seguía estacionado, sin señales de uso. Fui a tocarles la puerta con la esperanza de encontrarlos sanos y descubiertos. Nadie abría. Toqué la puerta trasera y tuve la misma suerte. Miré por los vidrios y no pude ver nada. Me atreví a girar el pomo y se abrió la puerta. Entré y pude ver una cinta que cruzaba el piso de todas las habitaciones, partiéndolas en dos. Todo estaba empolvado y dejado como a medio vivir. Como si se hubieran ido sin cerrar la casa. Pasé por la sala, el comedor y entré a la cocina. Olía a podrido y también estaba todo dividido en dos: cubiertos, cajones, la refrigeradora, los cajones. La comida dentro de la refrigeradora estaba toda verde o azul. El congelador, lleno. La línea divisoria se me antojó un camino a seguir. Crucé el pasadizo de los cuartos hasta que se dividió el camino. Un olor parecido al de la refrigeradora se iba haciendo más intenso. El de la derecha estaba vacío. Crucé el pasadizo hacia la habitación siguiente. Y los encontré. Uno al lado del otro, de la mano, echados y mirando el techo. Me acerqué y el olor se hizo más intenso, pero no insoportable. Sus trajes eran mucho más sofisticados de los últimos que les vi. Eran más amplios y más recubiertos. Tenían escafandras y estaban conectados a un solo balón gigante de oxígeno. Su miedo no les permitió respirar el aire de fuera de sus trajes. Murieron por el virus, pero nunca lo tuvieron.


Escrito por

Gonzalo Cano Roncagliolo

Quise ser escritor toda mi vida. Luego de dar muchas vueltas por la vida, me atrevo a escribir.


Publicado en

Dibanaciones

Un blog de Gonzalo Cano