El único abrazo
A Jorge Kantor
Su vecina, que me conocía de cuando estuve más confundido, me dijo que lo buscara, que él podría ayudarme con mis enredos.
Al entrar, no sabía dónde sentarme: si en el sillón de un cuerpo, en el sofá o en una otomana que tenía por ahí. Busqué un lugar frente a él y en las siguientes visitas fui alternándolos mientras me acomodaba. Cuando le pregunté si podía usar el diván, un buen tiempo después, me dijo que sí.
Él tenía ojos pacientes, barba navideña y sonrisa de abuelo. Decidí quedarme a jugar con él a las historias. Nuestro juego era curioso. Yo traía las historias que no podía contar en ningún otro lado. Y él sólo escuchaba. Eran intensas, secretas, vergonzosas y las mejores me sorprendían porque aparecían ahí mismo, mientras iba contando. Él las anotaba en su mente. Siempre las recordaba todas.
Empecé, con miedo, a ir más seguido. No era fácil para mí volver a confiar. Me habían hecho daño. Él aceptó. Ni obligó ni sugirió nada. Oía y comentaba. Y si le preguntaba algo, respondía. Traté de no faltar nunca y cuando no tuve otra opción, él parecía más tranquilo que yo con mi falla. Alguna vez no quise ir y se lo dije. No se molestaba.
Me escuchó rajar, quejarme y burlarme de todo. Alguna vez nos carcajeamos de una de esas expresiones ingeniosas que nos salen de cuando en cuando a los peruanos. Me vio hacer y deshacer el futuro muchas veces. Me recibió cuando estaba molesto, asustado, triste, alegre, y de muchos otros modos, a veces todos mezclados. También me vio volver al pasado, a lo que quise olvidar y no pude, a recorrer con el dedo las cicatrices de heridas profundas. Atento y quieto.
Una vez me compré unos lentes nuevos. Y el día que los usé por primera vez para ir donde él, nos miramos sorprendidos: tenía los mismos, nuevecitos. Nunca me contó qué hacía, pero supe que también escribía. Con él decidí ser un escritor artesanal, porque quería que esto fuera un placer y no un trabajo para ganarme la vida. Fue el primero en escuchar mis libros y mis motivos para escribirlos. Y cuando le regalé el primero que salió impreso, me confesó que ya lo había leído. Con su sonrisa.
Una epidemia nos alejó muchos kilómetros. Insistimos en seguir conversando. Más seguido. Estuve en un cuarto, en un auto, caminando. Hasta que encontramos la fórmula para restablecer nuestro juego. Cuando logramos volver a vernos, su cuarto había cambiado de orden. Pero no lo mencioné porque se podía jugar igual.
La última vez que nos vimos, yo iba a acusarle que alguien me había hecho daño. Pero no me dejó contarle ninguna historia. Él me contó una historia que yo no sabía. Una suya. Se iría. Ambos aterrados porque sabíamos que sería la última. Me dijo que no me quería hacer daño y me ofreció despedirnos con un primer abrazo. Y nos abrazamos por última vez.
Me pareció que lloraba, pero no me atreví a mirarlo, yo también lloraba.