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La Torre

A Eduardo Gastelumendi

Publicado: 2023-10-31

Mientras bordeaba la isla, flotando sobre las piedras blancas y poco profundas, las cavernas le parecían inmensos vacíos sin final. A pulmón. Buscaban morenas para arponearlas, filetearlas y cocinarlas a la parrilla, como un buen par de cazadores. El astuto animal se camuflaba entre las piedras. Y atacaba. Mordía fuerte. No eran como las pintadillas y los pulpos que iban de un lado y a otro, con el vaivén del mar, hacia adelante y hacia atrás. La temperatura cambiaba todo el tiempo en su piel.

Una cosa es bañarse en el mar y otra nadar en él… y otra muy distinta, bucear. El amigo iba adelante, aleteando sostenidamente, esperándolo cuando se alejaba. El nuevo explorador iba alternando entre mirar el fondo y mirar tierra firme mientras se alejaban. Le advirtieron que no pataleara fuerte. Era inevitable, no sabía hacerlo bien y todo su cuerpo estaba tenso. Cuando se asomaba la tensión del futuro calambre, dejaba de patear.

Un pez de colores pasó por ahí. Lo siguió desde arriba. Logró encontrar un ritmo y poder mirar con tranquilidad este lado del planeta que no conocía, mientras administraba el aire que le quedaba. El pescadito se envalentonó y se disparó. Pataleó con más fuerza para seguirlo. Como si no se sintiera observado, fluía con libertad, ajeno a su observador, libre, sin destino predecible. Tuvo que flotar hacia la superficie para buscar aire nuevo. Cuando se sumergió de nuevo, ya no lo vio más. El mar es como los sueños. Uno ve algo y luego no lo ve. Aunque podría aparecer de nuevo, pero no por la agudeza del explorador, sino porque se cruzan los senderos invisibles. Estuvo un rato mirando para todos lados, sin encontrar nada, hasta que se detuvo en un bajo. Se paró sobre las rocas y se sacó el visor. Asustado, empezó a llamar al otro buzo. ¿Quién había dejado a quién?

Desde atrás, le llegó una voz. Esperó un tumbo y pudo verlo, al lado de una roca, llamándolo con el brazo. Fue hacia él, al ritmo de la respiración del mar. Le señaló hacia abajo. Tomaron aire y se hundieron. Era el momento. Había bordeado todos los otros agujeros que se había encontrado en el camino, para no caerse en ellos, como si la gravedad funcionara debajo del agua. Esta vez tocaba seguir al cazador hacia la oscuridad. Bajó con unos cuantos aletazos y cuando todo se hizo de noche, se detuvo a esperar a la luz. La luz siempre llegaba, pero cada vez tenía menos potencia. Y siguió así. Hasta que sintió que el aire se le acababa. Su amigo ya era invisible. Miró hacia arriba para salir.

Vio el túnel de regreso, un círculo pequeño sobre su cabeza. Un monstruo marino lo había sentido entrando en su caverna y se alistaba para tragárselo de un solo bocado. Empezó a patalear más fuerte a sabiendas de que eso complicaba su reserva de oxígeno. Se enfilaba desde su escondite hacia la cueva de salida. Aleteaba más fuerte, con desesperación, cruzando el umbral del calambre. El camino se hacía eterno, el difuso disco de luz crecía muy poco. El monstruo ya lo veía y empezaba a aumentar la velocidad. Lo podía sentir tocándole las aletas, abriendo las enormes fauces. Unos segundos y todo terminaría. Pateó lo más fuerte que pudo, tragó agua por el tubo, se quitó el visor y empezó a usar los brazos también para salir, entorpeciendo todo. Justo cuando se lo iban a tragar, sacó la cara del agua y el aire le atacó los pulmones. Todo le sabía a sal.

Cuando pudo pensar un poco, nadó de espaldas hasta un vado entre las rocas. Mejor mirar al cielo que al monstruo que estaba acechando desde abajo. Le latía la cabeza. Sus brazos temblaban. Sólo las piernas respondían, acalambradas, encogidas.

El mar lo varó en la arena, de esas gruesas en las que uno se hunde como en una masa grumosa. Temblaba de frío. Se arrastró fuera del agua y se dejó caer más adelante. Las piernas ya no respondían. Respiró un rato mirando el brillante sol que empezaba a secarlo y a quemarlo a la vez. Le empezaba a picar el cuerpo por todos lados. El sabor a mar no se le iba. ¿Dónde estaba? ¿Y su amigo?

Cuando el sol le había quitado el frío y la nariz le había dejado de gotear agua de mar, pudo escuchar los sonidos de las gaviotas que pasaban volando sobre su cabeza. Se volteó. Tenía miedo de usar las piernas y se quedó echado. Mirar el sol se le hizo imposible a esta hora del día. Le daba directamente en la cara. Se cubrió los ojos. Con cuidado se fue sentando. Seguía confundido. ¿Así se sentían los náufragos al despertar en la orilla? Debía ser. Poco a poco los sonidos reemplazaron a los latidos de su cabeza. El mar en la orilla, los pájaros… y un sonido de fondo que no distinguía bien. Tuvo que aguzar el oído para distinguir entre ruidos. Era un sonido tranquilo, muy sutil, dulce. No era un sonido del lugar. Era una canción. Se paró y buscó. Era una flauta.

Volteó y vio que a unos metros de la orilla se alzaba una torre de unos tres pisos. De ladrillo rojo. Tenía la forma exacta de las piezas del juego de ajedrez de su abuelo. Caminó hacia ella. Parecía una canción de despedida. Era triste, amigable e inolvidable. Se sentó en la única escalera que precedía a la puerta, a disfrutar. Ya no se sentía perdido. Había alguien que le podría indicar cómo volver si lo necesitaba. Los sonidos de la flauta iban y venían con el viento.

Su amigo apareció caminando por la orilla. Con una morena en cada arpón. Las golpeó contra las piedras de la orilla hasta que dejaron de moverse. Dejó todo y se fue a sentar a su lado.

- Llegaste a la torre -le dijo.

- Sí.

- Es de un señor que decidió vivir su vejez alejado del ruido y vivir de la pesca. Dicen que la construyó él mismo. Era músico. Tocaba la flauta sobre su torre, para los que pasaban por el mar. Mi abuelo me contó que lo conoció cuando era niño, antes que desapareciera.

- Pero está tocando, yo lo escucho. ¡Está ahí!

- Así es este sitio. Tiene magia. Nadie lo vio llegar ni irse, pero se quedó sonando. Aunque no todos lo pueden escuchar.

(Poner la canción “Rhayader” del disco “The Snow Goose” de la banda Camel hasta que termine y dejar que la música haga lo suyo con la mente)


Escrito por

Gonzalo Cano Roncagliolo

Quise ser escritor toda mi vida. Luego de dar muchas vueltas por la vida, me atrevo a escribir.


Publicado en

Dibanaciones

Un blog de Gonzalo Cano